sábado, 13 de diciembre de 2008

LOS DIOSES QUE HABITARON EL MUNDO


LA RELIGION MAYA.

La religión de los mayas antiguos guarda profundos misterios. La mayor parte de la información que tenemos acerca de ella proviene de los restos arqueológicos que nos legaron -templos, esculturas, murales y artefactos de hueso, piedra y cerámica-; de sus libros, escritos en lengua indígena o con el alfabeto latino, y de los primeros relatos de los conquistadores y sacerdotes españoles. Gracias a ellos sabemos que durante el periodo Preclásico su religión, bastante simple, consistía en una interpretación de los fenómenos naturales y celestes que evolucionó paulatinamente conforme los conocimientos astronómicos fueron más precisos, hasta que, durante el periodo Clásico, llegó a permear todos los aspectos de la civilización maya: el arte, la ciencia, la guerra, la agricultura, el comercio y la arquitectura. Por eso se dice que la sociedad maya era teocrática.
Fue aproximadamente a partir del Preclásico Tardío, desde el 300 antes de Cristo -con la construcción de mayores ciudades y centros religiosos- que los mayas adquirieron una visión del mundo más elaborada: los cuerpos celestes se convirtieron en dioses -esto es, se deificaron- al igual que los ciclos temporales. Los conceptos elaborados por los sacerdotes se sumaron a las ideas más simples, hasta que la religión se tornó cada vez más esotérica, con una mitología compleja interpretada por una casta sacerdotal perfectamente organizada.
Poco a poco, la religión maya se convirtió en una de las más complicadas de Mesoamérica. Durante el periodo Clásico incluía una gran cantidad de dioses, muchos de ellos duales: mitad masculinos, mitad femeninos; mitad viejos, mitad jóvenes; mitad animales, mitad humanos. Sus rituales y ceremonias también adquirieron paulatinamente una mayor complejidad, determinados, en buena medida, por los extraordinarios conocimientos astronómicos de los mayas, que les permitían predecir con exactitud los movimientos estelares y los acontecimientos futuros; para ellos el universo era sagrado y el tiempo era cíclico, no lineal, razón por la cual creían que era posible la predicción del porvenir. Así, muchos ritos se realizaban para tener contentos a los dioses, recibir sus mensajes y profecías y mantener, de este modo, el orden cósmico.
Quienes oficiaban las ceremonias eran los sacerdotes, cuya labor estaba estrechamente asociada a la astronomía, ya que todos los rituales eran dictados por el calendario sagrado de 260 días y tenían un alto significado simbólico. Eran ellos quienes controlaban el conocimiento y las celebraciones, y quienes estaban a cargo de los cálculos matemáticos y estelares; de los ciclos estacionales y temporales -muy útiles para la agricultura-; de la adivinación y la curación de enfermedades, y de la escritura y la genealogía de los linajes mayas, los cuales heredaron tanto las tradiciones místicas olmecas como las de los antiguos teotihuacanos. Además, no eran célibes, y sus hijos los sucedían frecuentemente en sus funciones, aunque la abstinencia sexual era rígidamente observada antes y durante las festividades.
Como los toltecas, los mayas también ejercieron el sacrificio humano, aunque en menor escala. Generalmente, las víctimas eran los cautivos de guerra, aunque también eran comunes la automutilación y el autosacrificio, cuya finalidad era la obtención de sangre como ofrenda para los dioses durante las celebraciones calendáricas. Esta obsesión por la sangre, principalmente por parte de la élite guerrera y sacerdotal maya, derivaba de la creencia de que de ella dependía tanto su propia supervivencia como la de los dioses. Al brindarla como ofrenda se enviaba energía humana hacia los cielos y se recibía a cambio poder divino. Cuando comenzó el declive de esta civilización, muchos de los grandes señores mayas iban de una ciudad a otra haciendo sacrificios para sostener la precaria situación de sus reinos.
Los mayas pensaban que cuando la gente moría penetraba en el Inframundo por una cueva o un cenote. Los reyes seguían un sendero acorde a los movimientos cósmicos del sol para llegar al Inframundo y ahí, mediante sus poderes sobrenaturales, renacían en el cielo y se convertían en dioses; por ello, en su honor se edificaban templos sobre sus sepulcros. Por el contrario, la gente común era enterrada bajo el suelo de su propia casa, en compañía de algunos artículos religiosos de índole funeraria y de los objetos que había usado en vida, con el fin de que su viaje al otro mundo fuera afortunado y bendecido por los dioses. Los mayas creían que el espíritu era inmortal y que la vida en el Otro Mundo dependía, entre otras cosas, de la conducta mostrada en éste.
El panteón de los dioses mayas fue uno de los más complejos de Mesoamérica debido a los múltiples rostros y funciones de cada deidad, las cuales llegaron a ser por lo menos 166. No obstante, se sabe que el dios supremo durante el periodo clásico fue Itzamná, creador original, señor del fuego y de la tierra, inventor de la escritura y patrón de las artes y las ciencias, quien frecuentemente era representado como serpiente. Su esposa era Ixchel, diosa de la luna y señora de las mareas, la medicina y los partos.
Las actividades humanas también tenían sus dioses: Yum Kax era el dios de los campos y la agricultura; al dios de la guerra lo llamaban Ek Chuah, y al dios de la muerte, Ah Puch. Además, cada día del mes tenía su propia deidad, al igual que cada mes del año y cada manifestación sagrada de la naturaleza. Así, Chac era el señor de la lluvia y el rayo; Ik, el dios del viento, Ek Chuac, patrón del cacao y dios de la guerra, y Kin, dios del sol. Más tarde, durante la época de influencia tolteca en el mundo maya, el dios Quetzalcóatl, la serpiente emplumada, se convirtió en Kukulcán, dios del viento.
Tras la conquista española, hubo una fusión entre las creencias mayas y el cristianismo. Hasta la fecha, la mayor parte de los mayas siguen una religión mezcla de las antiguas creencias mayas y el catolicismo; algunos aún creen, por ejemplo, que sus pueblos son centros ceremoniales de un mundo sostenido por dioses -los bacabes- en sus cuatro esquinas, y que cuando uno de ellos suelta su carga suceden los terremotos. De igual modo, el cielo es el dominio del sol, la luna y las estrellas; sin embargo, el sol está claramente asociado al Dios padre o a Jesucristo, y la luna está asociada con la virgen María.
Muchos mayas están convencidos de que las montañas y las colinas que los rodean son antiguos templos y pirámides, hogares de las deidades ancestrales. Creen en el Padre de la Tierra, quien vive en cuevas y cenotes, controla las lluvias y produce rayos y truenos; en los espíritus del bosque, invocados durante las celebraciones agrícolas, y en los vientos del mal que esparcen las enfermedades por el mundo. Pero, sobre todas las cosas, y al igual que en los tiempos antiguos, piensan que nuestro universo es sagrado, como todo lo que lo habita: desde la estrella más lejana hasta el último de nosotros, los hombres, sus hermanos.

LATIN

viernes, 5 de diciembre de 2008

La leyenda de los volcanes


Las huestes del Imperio azteca regresaban de la guerra.
Pero no sonaban ni los teponaxtles ni las caracolas, ni el huéhuetl hacía rebotar sus percusiones en las calles y en los templos. Tampoco las chirimías esparcían su aflautado tono en el vasto valle del Anáhuac y sobre el verdiazul espejeante de los cinco lagos (Chalco, Xochimilco, Texcoco, Ecatepec y Tzompanco) se reflejaba un menguado ejército en derrota. El caballero águila, el caballero tigre y el que se decía capitán coyote traían sus rodelas rotas y los penachos destrozados y las ropas tremolando al viento en jirones ensangrentados.
Allá en los cúes y en las fortalezas de paso estaban apagados los braseros y vacíos de tlecáxitl que era el sahumerio ceremonial, los enormes pebeteros de barro con la horrible figura de Texcatlipoca el dios cojo de la guerra. Los estandares recogidos y el consejo de los Yopica que eran los viejos y sabios maestros del arte de la estrategia, aguardaban ansiosos la llegada de los guerreros para oír de sus propios labios la explicación de su vergonzosa derrota.
Hacía largo tiempo que un grande y bien armando contingente de guerreros aztecas había salido en son de conquista a las tierras del Sur, allá en donde moraban los Ulmecas, los Xicalanca, los Zapotecas y los Vixtotis a quienes era preciso ungir al ya enorme señorío del Anáhuac. Dos ciclos lunares habían transcurrido y se pensaba ya en un asentamiento de conquista, sin embargo ahora regresaban los guerreros abatidos y llenos de vergüenza.
Durante dos lunas habían luchado con denuedo, sin dar ni pedir tregua alguna, pero a pesar de su valiente lucha y sus conocimientos de guerra aprendidos en el Calmecac, que era así llamada la Academia de la Guerra, volvían diezmados, con las mazas rotas, las macanas desdentadas, maltrechos los escudos aunque ensangrentados con la sangre de sus enemigos.
Venía al frente de esta hueste triste y desencantada, un guerrero azteca que a pesar de las desgarraduras de sus ropas y del revuelto penacho de plumas multicolores, conservaba su gallardía, su altivez y el orgullo de su estirpe.
Ocultaban los hombres sus rostros embijados y las mujeres lloraban y corrían a esconder a sus hijos para que no fueran testigos de aque retorno deshonroso.
Sólo una mujer no lloraba, atónita miraba con asombro al bizarro guerrero azteca que con su talante altivo y ojo sereno quería demostrar que había luchado y perdido en buena lid contra un abrumador número de hombres de las razas del Sur.
La mujer palideció y su rostro se tornó blanco como el lirio de los lagos, al sentir la mirada del guerrero azteca que clavó en ella sus ojos vivaces, oscuros. Y Xochiquétzal, que así se llamaba la mujer y que quiere decir hermosa flor, sintió que se marchitaba de improviso, porque aquel guerrero azteca era su amado y le había jurado amor eterno.
Se revolvió furiosa Xichoquétzal para ver con odio profundo al tlaxcalteca que la había hecho su esposa una semana antes, jurándole y llenándola de engaños diciéndole que el guerrero azteca, su dulce amado, había caído muerto en la guerra contra los zapotecas.
-¡Me has mentido, hombre vil y más ponzoñoso que el mismo Tzompetlácatl, - que así se llama el escorpión-; me has engañado para poder casarte conmigo. Pero yo no te amo porque siempre lo he amado a él y él ha regresado y seguiré amándolo para simpre!
Xochiquétzal lanzó mil denuestos contra el falaz tlaxcalteca y levantando la orla de su huipil echó a correr por la llanura, gimiendo su intensa desventura de amor.
Su grácil figura se reflejaba sobre las irisadas superficies de las aguas del gran lago de Texcoco, cuando el guerrero azteca se volvió para mirarla. Y la vio correr seguida del marido y pudo comprobar que ella huía despavorida. Entonces apretó con furia el puño de la macana y separándose de las filas de guerreros humillados se lanzó en seguimiento de los dos.
Pocos pasos separaban ya a la hermosa Xochiquétzal del marido despreciable cuando les dio alcance el guerrero azteca.
No hubo ningún intercambio de palabras porque toda palabra y razón sobraba allí. El tlaxcalteca extrajo el venablo que ocultaba bajo la tilma y el azteca esgrimió su macana dentada, incrustada de dientes de jaguar y de Coyámetl que así se llamaba al jabalí.
Chocaron el amor y la mentira.
El venablo con erizada punta de pedernal buscaba el pecho del guerrero y el azteca mandaba furioso golpes de macana en dirección del cráneo de quien le había robado a su amada haciendo uso de arteras engañifas.
Y así se fueron yendo, alejándose del valle, cruzando en la más ruda pelea entre lagunas donde saltaban los ajolotes y las xochócatl que son las ranitas verdes de las orillas limosas.
Mucho tiempo duró aquél duelo.
El tlaxcalteca defendiendo a su mujer y a su mentira.
El azteca el amor de la mujer a quien amaba y por quien tuvo arrestros para regresar vivo al Anáhuac.
Al fin, ya casi al atardecer, el azteca pudo herir de muerte al tlaxcalteca quien huyó hacia su país, hacia su tierra tal vez en busca de ayuda para vengarse del azteca.
El vencedor por el amor y la verdad regresó buscando a su amada Xochiquétzal.
Y la encontró tendida para siempre, muerta a la mitad del valle, porque una mujer que amó como ella no podía vivir soportando la pena y la vergüenza de haber sido de otro hombre, cuando en realidad amaba al dueño de su ser y le había jurado fidelidad eterna.
El guerrero azteca se arrodilló a su lado y lloró con los ojos y con el alma. Y cortó maravillas y flores de xoxocotzin con las cuales cubrió el cuerpo inanimado de la hermosa Xochiquétzal. Corono sus sienes con las fragantes flores de Yoloxóchitl que es la flor del corazón y trajo un incensario en donde quemó copal. Llegó el zenzontle también llamado Zenzontletole, porque imita las voces de otros pajarillos y quiere decir 400 trinos, pues cuatrocientos tonos de cantos dulces lanza esta avecilla.
Por el cielo en nubarrones cruzó Tlahuelpoch, que es el mensajero de la muerte.
Y cuenta la leyenda que en un momento dado se estremeció la tierra y el relámpago atronó el espacio y ocurrió un cataclismo del que no hablaban las tradiciones orales de los Tlachiques que son los viejos sabios y adivinos, ni los tlacuilos habían inscrito en sus pasmosos códices. Todo tembló y se anubló la tierra y cayeron piedras de fuego sobre los cinco lagos, el cielo se hizo tenebroso y las gentes del Anáhuac se llenaron de pavura.
Al amanecer estaban allí, donde antes era valle, dos montañas nevadas, una que tenía la forma inconfundible de una mujer recostada sobre un túmulo de flores blancas y otra alta y elevada adoptando la figura de un guerrero azteca arrodillado junto a los pies nevados de una impresionante escultura de hielo.
Las flores de las alturas que llamaban Tepexóchitl por crecer en las montañas y entre los pinares, junto con el aljófar mañanero, cubrieron de blanco sudario las faldas de la muerta y pusieron alba blancura de nieve hermosa en sus senos y en sus muslos y la cubrieron toda de armiño.
Desde entonces, esos dos volcanes que hoy vigilan el hermoso valle del Anáhuac, tuvieron por nombres Iztaccihuatl que quiere decir mujer dormida y Popocatepetl, que se traduce por montaña que humea, ya que a veces suele escapar humo del inmenso pebetero.
En cuanto al cobarde engañador tlaxcalteca, según dice también esta leyenda, fue a morir desorientado muy cerca de su tierra y también se hizo montaña y se cubrió de nieve y le pusieron por nombre Poyauteclat, que quiere decir Señor Crepuscular y posteriormente Citlaltepetl o cerro de la estrella y que desde allá lejos vigila el sueño eterno de los dos amantes a quienes nunca podrá ya separar.
Eran los tiempos en que se adoraba al dios Coyote y al Dios Colibrí y en el panteón azteca las montañas eran dioses y recibían tributos de flores y de cantos, porque de sus faldas escurre el agua que vivifica y fertiliza los campos.
Durante muchos años y poco antes de la conquista, las doncellas muertas en amores desdichados o por mal de amor, eran sepultadas en las faldas de Iztaccihuatl, de Xochiquétzal, la mujer que murió de pena y de amor y que hoy yace convertida en nívea montaña de perenne armiño.
LATIN